Quisera que se me permitiese relatar una experiencia personal en lo que respecta a los libros para niños, porque la considero instructiva.
En 1967 publiqué mi primer libro, una novela titulada Viernes o los limbos
del Pacífico (1). Tratábase de una nueva versión del
célebre Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719) que en más de dos siglos
transcurridos desde su aparición ha sido "reescrito" innumerables veces. La regla
del juego consistía para mí en ser lo más fiel posible a mi modelo al tiempo que
introducía en él —discreta, secretamente y como de contrabando— todo un bagaje
de ideas filosóficas y psicoanalísticas modernas. Debo aclarar que acababa de
presentarme al concurso de "agregación" en filosofía y que estaba imbuido de las
doctrinas de Jean-Paul Sartre y de Claude Lévi-Strauss.
La relectura de mi novela me hizo advertir inmediatamente sus insuficiencias
y percatarme de cuan lejos me hallaba del ideal que me había propuesto. La filosofía
estaba allí, en cada página, indiscreta, exorbitante, volviendo lento y pesado
el curso del relato. Pronto se me ocurrió la idea de rehacer el libro, aligerándolo
y debastándolo, agregándole episodios puramente narrativos, integrando más íntima
y profundamente la carga filosófica, que no cambiaría pero que tampoco quedaría
a la vista. Valiéndome pues de Viernes o los limbos del Pacífico como de
una especie de borrador, escribí un nuevo libro, Viernes o la vida salvaje
(2), en el que no hay una sola línea copiada del anterior.
Fue entonces cuando comenzaron las sorpresas. La primera fue la de enterarme
de que había escrito un libro para niños. La brevedad del relato, su limpidez,
el ritmo ágil de los acontecimientos, todo contribuía a hacer que esa breve novela
se convirtiera en el futuro en un "clásico", en el sentido propio del término,
es decir un libro leído en clase. Mientras tanto —y ésta fue la segunda sorpresa—
no encontraba editor. Descubrí al mismo tiempo cómo funcionaban las editoriales
de libros "para niños" o los departamentos de "literatura infantil" de las grandes
editoriales. Viernes o los limbos del Pacífico había sido publicado por
unas doce editoriales extranjeras. Las que tienen una sección de obras "para la
juventud" rechazaron Viernes o la vida salvaje por unanimidad. Las editoriales
especializadas se mostraron asimismo poco acogedoras. ¿Por qué? Porque las ediciones
para niños obedecen a leyes que excluyen por completo la verdadera creación literaria.
Sucede que se han formado un concepto a priori del niño, concepto que arranca
directamente del siglo XIX y de una mitología en la que se mezclan Victor Hugo
y la reina Victoria. En los Estados Unidos, el ámbito del libro para niños ha
estado mucho tiempo dominado tiránicamente por la empresa Walt Disney. Esas editoriales
especializadas viven bajo el terror de la vigilancia que ejercen las asociaciones
de padres de familia y de libreros, cierto tipo de periódicos y revistas y una
vasta red de opinión en la que desempeña un papel importante el comentario de
boca en boca. La publicación de un libro para niños que no se adapte a las exigencias
de esa censura entraña no solamente un boicot por parte de la prensa y de los
libreros sino además un desprestigio que se extiende a toda la producción de la
editorial responsable, considerada desde ese momento como sospechosa. Cabe suponer
que cualquier audacia y todo tipo de creación original quedan así rigurosamente
eliminados por las comisiones de lectura. En la mayoría de los casos se fabrican
"moldes" —llamados "colecciones", con un director de colección— en los que unos
seudoescritores vierten incansablemente un producto pedido y programado de antemano.
El público de cada colección es objeto de un retrato-tipo que comprende la edad,
el sexo y la condición social. En muchos casos, todo ello se halla rematado por
una ideología política o religiosa. Si el malaventurado autor de una obra nueva
—que, por definición, no se parece a otra— va a llamar a la puerta de una de esas
fortalezas, es posible que por cortesía retengan su manuscrito durante algunos
días, pero nadie se tomará la molestia de leerlo.
Diez años han pasado desde entonces. Gracias al éxito de mis novelas algunas
editoriales han terminado por aceptar mi Viernes o la vida salvaje. Pero
en muchos casos se ha tratado de editoriales puramente literarias e incluso de
vanguardia, como Knopf en Estados Unidos, que no tienen ninguna experiencia en
materia de libros para niños.
Así es como he llegado a hacerme seriamente esta pregunta: ¿qué sentido tiene
hablar de libros para niños? Pensándolo bien, esta noción de una biblioteca ad
usum delphini es bastante reciente. En efecto, se origina precisamente en
la mitología victoriana del niño que he denunciado más arriba. Pero, entonces,
¿dónde situar los cuentos de Perrault, las fábulas de La Fontaine, la Alicia
de Lewis Carroll? Y a esas obras maestras habría que añadir los cuentos de Grimm,
los de Andersen, las leyendas orientales, Nils Holgersen de Selma Lagerlöff,
El principito de Saint-Exupéry. Pues bien, creo que es preciso atreverse
a recordar que, con excepción de Selma Lagerloff, esos autores no se dirigen en
modo alguno a un público infantil. Mas, como tenían genio, escribían tan bien,
tan límpidamente, tan brevemente —calidad rara y difícil de alcanzar— que todo
el mundo podía leerlo, incluso los niños. Este concepto de "incluso los
niños" ha llegado a tener para mí una importancia capital y diría que hasta tiránica.
Se trata de un ideal literario al que aspiro sin lograr —salvo una excepción—
alcanzarlo. A riesgo de chocar a algunas personas, voy a decir lo que pienso:
a Shakespeare, Goethe y Balzac se les puede tachar de una imperfección a mi juicio
imperdonable: la de que los niños no puedan leerlos (*).
Por lo que a mí respecta, volvería a tomar gustosamente la pluma y me pondría
a trabajar de nuevo en mis otras novelas, El Rey de los Alisos, Los
meteoros, Gaspar, Melchor y Baltasar, para obtener versiones más puras
de ellas, más rigurosas, más diamantinas, hasta el punto de que... incluso los
niños pudieran leerlas. Si no lo hago no es por natural pereza —puesto que para
ello habría que realizar un trabajo inmenso—, sino porque no serviría para nada.
Los adultos no leerían esos "libros para niños" y los niños tampoco, dado que
ningún editor de "obras infantiles" aceptaría esas novelas que escapan a sus "normas".
Sin embargo, una vez por lo menos he alcanzado el ideal que me he fijado. Durante
muchos años traté de integrar en una aventura ejemplar, con sólidas bases metafísicas,
a los tres personajes principales de la comedia italiana: Pierrot, Colombina y
Alerquín. Y finalmente lo logré. El resultado es un cuento de unas treinta páginas
titulado Pierrot o los secretos de la noche. Puesto que mi principal editor
había creado una "sección de libros para la juventud", logré que aceptara ese
"libro para niños" que publicó fuera de colección, en un formato único en su editorial,
algo así como cuando antaño se solía demarcar en una ciudad un "barrio reservado",
rodeado de una especie de cordón sanitario. Hay que reconocer que el éxito del
libro hizo que dos años después pasara a formar parte de una colección de la editorial,
un poco como cuando el hijo maldito y echado del hogar por el padre es acogido
nuevamente entre los suyos porque durante su ausencia ha hecho fortuna. Sin embargo,
esas treinta páginas —por las cuales yo cambiaría el resto de mi obra— no encuentran
todavía editor en el extranjero.
A partir del éxito de la segunda versión de Viernes se me invita frecuentemente
a ir a hablar en las escuelas de Francia y de los países de habla francesa. Yo
escucho las preguntas de los niños y me esfuerzo por responder a ellas. No son
más "pueriles" que las que habitualmente hacen los adultos y, en su conjunto,
quizás lo son menos. De modo brutal van siempre directamente a lo esencial. ¿Cuánto
tiempo tarda en escribir un libro? ¿Cuánto gana usted? Si hay faltas de ortografía
en su manuscrito, ¿qué dice su editor? ¿Qué hay de verdad en sus historias?
Estas preguntas y cien más me han enseñado mucho por las respuestas que me
han obligado a inventar, pues por principio respondo siempre sincera y detenidamente.
La última de las preguntas que he citado pone en entredicho toda la estética literaria.
¿Es preciso recordar que Marthe Robert tituló su último libro La verdad literaria?.
Yo suelo responder escribiendo ante todo en el encerado o pizarrón una frase de
Jean Cocteau: "Yo soy una mentira que dice siempre la verdad". Luego cuento los
orígenes del Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Hubo un hecho real: el timonel
escocés Alexander Selkirk estuvo abandonado durante cuatro años y cuatro meses
en la isla de Juan Fernandez, en el Pacífico. Es a partir de esta historia verdadera
como Defoe escribió su Robinson. Ahora bien, existe la historia de Selkirk,
tal como la consignó por escrito el comandante Wood Rogers que le recogió y le
llevó de regreso a su patria. Pero ¿quién ha leído ese informe? Nadie, salvo algunos
especialistas. Por el contrario, el Robinson de Defoe tuvo y sigue teniendo
un inmenso éxito internacional. ¿Por qué razón la ficción excede hasta ese punto
en la mente de los hombres de la pura y simple verdad?
La pregunta es temible y quien supiera responder a ella habría descubierto
la clave de las obras maestras. Sin ambicionar tanto, voy a esforzarme por aclarar
un poco ese misterio.
Lo más extraordinario del Robinson Crusoe de Defoe es que uno no se
contenta con leerlo. Creo incluso que en fin de cuentas se lee bastante poco en
su versión completa y auténtica. Lo que da fuerza y valor a esa obra es que suscita
una necesidad irresistible de reescribirla. De ahí que existan, como he indicado
ya, innumerables versiones, desde La isla misteriosa de Julio Verne hasta
el Robinson suizo de Wyss, pasando por Susana y el Pacífico de Giraudoux
y las Imágenes para Crusoe de Saint-John-Perse. Hay en algunas obras maestras
—y por ello figuran en primera línea de la literatura universal— una incitación
a crear, un contagio del verbo creador, una puesta en marcha del proceso inventivo
de los lectores. Yo confieso que para mí esa es la cumbre del arte. Paul Valéry
decía que la inspiración no consiste en el estado en que se encuentra el poeta
cuando escribe, sino en el estado en que el poeta que escribe espera poner a su
lector. Pienso que de tal afirmación cabría hacer el fundamento de toda una estética
literaria.Pero ¿no equivale esto a esperar que una obra de arte posea ante todo una determinada
virtud pedagógica? Montaigne decía que enseñar a un niño no es llenar un vacío
sino encender un fuego. Creo que no se podría pedir más. En cuanto a mí, lo que
he ganado es cierta llama que veo a veces brillar en los ojos de mis jóvenes lectores,
la presencia de una fuente viva de luz y de calor que se instala de ahora en adelante
en un niño, encedida por la virtud de mi libro. Recompensa rara ésta, y que no
tiene precio, a todos los esfuerzos, a todas las soledades, a todos los malentendidos.
(1) Hay que reconocer que, de todos modos, algunos
poemas de Goethe se recitan en las escuelas europeas.
(2) Viernes o la vida salvaje. Barcelona, Editorial Noguer, 1981; colección Cuatro vientos. Traducción de Mercedes Pastor. Ilustraciones de Juan Ramón Alonso Díaz-Toledo). Publicamos una reseña crítica sobre este libro en la siguiente dirección: www.imaginaria.com.ar\02\2\viernes.htm
(2) Viernes o la vida salvaje. Barcelona, Editorial Noguer, 1981; colección Cuatro vientos. Traducción de Mercedes Pastor. Ilustraciones de Juan Ramón Alonso Díaz-Toledo). Publicamos una reseña crítica sobre este libro en la siguiente dirección: www.imaginaria.com.ar\02\2\viernes.htm
Michel Tournier nació en París en 1924. Es escritor, ensayista, estudió filosofía, ejerció el periodismo y fue productor y director de radio y televisión. Está considerado entre los representantes más importantes de la literatura francesa contemporánea. Recibió numerosas distinciones por su obra, como el Premio Goncourt y el Gran Premio de la Academia Francesa. Además de los ya citados en el artículo, algunos de sus libros editados en castellano son La gota de oro, El vagabundo inmóvil, El urogallo, Gilles y Juana y Medianoche de amor.
Texto tomado de revista on-line Imaginaria
No hay comentarios:
Publicar un comentario